No necesitábamos más: una banca, un escalón, un par de sillas, un poyo. Pensábamos mucho. Convivíamos, charlábamos siempre. Desmenuzábamos el mundo entero, para luego, pieza por pieza, volver a integrarlo.
“Ahora vengo, voy a casa de, a lo de…”, y así nos reuníamos con familia, amigos, vecinos. Nos conocíamos todos y podíamos confiar. Se usaban los valores. Importaba mucho ser decentes y pesaba mucho perder la honra.
No necesitábamos presumir. Prácticamente vivíamos de puertas abiertas. Cualquiera podía entrar a cualquier hora, a cualquier casa sin siquiera llamar a la puerta, incluso tomar algo que nos hiciera falta sin penas, compromisos, ni vergüenzas; sin justificaciones, ni mentiras.
“Vine por café, luego te lo repongo. No hay bronca, no te preocupes, cuando puedas, si puedes. Lleva el suficiente”. Así de fácil, sin labia ni parsimonia.
“Amor con amor se paga”, decíamos cuando regresábamos un favor. No temíamos al qué dirán si estábamos derrotados, frustrados, tristes…
Sí, éramos materialmente más pobres, pero más libres, muy humanos, teníamos a toda una comunidad a nuestro servicio, misma a la que servíamos incondicionalmente, sin que nadie tuviera que pedirlo, de sobra se entendía. Todos nos conocíamos y deseábamos el bien.
Fuimos así, cuán millonarios, con muy poco en los bolsillos y la mente llena de sueños. Con demasiado amor.
… En medio de este mar de individualismo, cuánta falta me hace aquel estilo de vida, cada vez que tengo que arreglármelas con una máquina para cualquier trámite, que tanto me frustra. Picando números y más números de opciones que no corresponden a lo que necesito hacer y sin un ser humano que me diga: “Señora, eso es sencillo, hemos concluido su trámite”, con lo que pudiera sentirme un ser humano, perteneciente a algún lugar del mundo al que pudiera importarle.
*Poyo: banca de hormigón adosada a la pared, que con frecuencia se construía en el porche de las casas en la antigüedad.