Desnudo mi alma de vez en vez, porque me gusta el efecto de ese acto imprescindible. Sin prisas, ni violencia, ni sobresaltos, ni distracciones... que de voluntarioso ya es mucho con el carácter que tengo, como para ensuciarla con intempestividades. Ella necesita el aire fresco y adora la caricia de las gotas de lluvia. Si no hay lluvia, entonces uso lágrimas y cuando no tengo, porque estoy en tiempos de gozo, hago igual como lavo cualquier ropa fina... con suavidad y las mejores alegrías como detergente, hasta sacarle todas las manchas. Luego la cuelgo con ganchos de risa en el tendedero para que reciba su baño desinfectante de sol.
Solo así le permito regresar al palacio donde vivo -que no es otra cosa que mi cuerpo- con su fragancia renovada, en realidad es la que siempre tiene, pero se acentúa al quedar libre de ajetreos, molestias y sudores... Porque el alma también suda, se incomoda, se cansa, y se ajaría mucho, si no la baño con cierta periodicidad. Ella es la que escoge el momento propicio de hacerlo. Recupera la fuerza, la vitalidad, el coraje y la confianza de avanzar, buscando la ocasión de llegar al horizonte, para asomarse al manantial de los nuevos sueños.
Al hacerlo, encuentro siempre otras almas que también se están lavando, convirtiéndose en un acto comunitario. Y, se van desprendiendo los pudores y los prejuicios, junto con lo dañino, que adheridos, serían peor que el cochambre, estorbando tanto, al dar asilo a los silencios duros, silencios amargos, que luego empiezan a asomarse con sorna, por los cuerpos desvencijados, convertidos en jirones. Las almas cuando se ensucian, corroen nuestro palacio y lo desmoronan como las colonias de termita, en que ventanas y puerta y marcos y techos, nos aplastarían en nuestro derrumbe...